Wallace Stevens | El poeta ocasional

Wallace Stevens





El Emperador de los Helados






Llama al que lía gruesos cigarrillos,

al forzudo, y ofrécele batir

en tarros de cocina las concupiscentes  cuajadas.

Deja que las sirvientas huelguen con los mismos vestidos

que suelen llevar, y deja que sus galanes

lleven flores envueltas en periódicos del mes pasado.

Deja que ser rime con parecer.

El único emperador es el Emperador de los Helados.



Llévate algo del aparador

donde faltan tres borlas de cristal, aquella sábana

donde ella bordaba una vez fantasías

extendiéndola luego para ocultar su cara.

Si sus callosos pies quedan fuera, llegan

a mostrar qué fría y muda está ella.

Deja fijar la lámpara a su viga.

El único emperador es el Emperador de los Helados.







Dominio del negro





De noche, junto al fuego,

los colores de los arbustos

y de las hojas caídas,

repitiéndose,

giraban en el cuarto

como las mismas hojas

girando en el viento.

Si: pero el color de los pesados abetos

entró a grandes pasos.

Y recordé el grito de los pavos reales.



Las tonalidades de sus colas

eran como las mismas hojas

girando en el viento,

en el viento del crepúsculo.

Se arrastraban por el cuarto,

así como descendían volando desde las ramas

de los abetos hasta el suelo.

Los oí gritar...los pavos reales.

¿Era un grito en contra del crepúsculo

o en contra de las mismas hojas

girando en el viento,

girando como las llamas

giraban en el fuego,

girando como las colas de los pavos reales

giraban en el sonoro fuego,

sonoro como los abetos

plenos del grito de los pavos reales?

¿O era un grito en contra de los abetos?



Ventanas afuera,

vi como los planetas se agrupaban

a semejanza de las hojas

girando en el viento.

Vi como llegaba la noche,

a grandes pasos, como el color de los pesados abetos.

Sentí miedo.

Y recordé el grito de los pavos reales.





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Traducción: Daniel Chirom

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