Anthony Hecht | El poeta ocasional

Anthony Hecht






Una colina






En Italia, donde estas cosas pasan, 


tuve una vez una visión —se entiende: 


no como las de Dante, no la visión de un santo,


quizá ni una visión de veras. Con mis amigos


curioseaba en la plaza soleada


muy de mañana. La greca nítida de sombras


de las grandes sombrillas cubría el pavimento:


bajíos relucientes en que anclaba la breve


armada de carretas. Libros, monedas, mapas,


paisajes burdos, feas estampas religiosas,


todo en venta. Colores, ruidos,


manos al vuelo: gestos exultantes;


aun el regateo


cual verbosa piedad subía hasta el oído.


Y entonces ocurrió: todo calló de pronto,


y oscureció; los carros, la gente y el mismísimo


gran Palacio Farnese, con todo y tanto mármol,


se hicieron aire. En su lugar había


una colina ocre pelada. Cuánto frío


hacía, casi helaba, con presagios de nieve.


Como viejos herrajes, los árboles: chatarra 


junto a un muro de fábrica. No había viento y no hubo


más sonido en un rato que el crujido levísimo


del hielo que mis pies quebraban en el lodo.


Vi un pedazo de cinta enredado en un seto,


no otro signo de vida. Y luego oí


como el trueno de un rifle. Un cazador, pensé:


no estaba solo, al menos. Pero entonces llegó


el golpe, suave, como de papel,


de una gran rama que caía no sé dónde, invisible.



Y fue todo, a excepción del frío y el silencio


que, como la colina, se anunciaban eternos.



Resurgieron los precios, y los dedos: fui devuelto


al sol y a mis amigos. Pero por más de una semana


me aterró la amargura pelada que había visto.


Todo esto ocurrió hace unos diez años


y no me preocupó hasta que hoy, por fin,


recordé esa colina: está justo a la izquierda


del camino que sale de Poughkeepsie, y de niño


pasaba horas mirándola en invierno.







Anthony Hecht (1923, Nueva York / 2004, Washington, DC, Estados Unidos de Norteamérica)

Traducción: Aurelio Asiain



Imagen: thethepoetry.com











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