Las estampas
Sí, la nostalgia está naciendo en el poniente
de la viejas estampas amarillas. Escucha:
la brisa entre las hojas del eucalipto ardiente
se despide, y la penumbra en el espejo es mucha.
La visión de la tarde caduca, del ciprés
mal hecho, del camino junto a los templos rotos
-y la joven que se hunde, morada, en el revés
del mundo, mientras huyen los pájaros remotos-
en la estancia que asombra la picuala, nos hiere
con un vago estupor. Otro imposible, ciego
rincón de flores que una violenta luz prefiere,
salta en la porcelana, devora como fuego
y se apaga de pronto con las nubes. ¿Quién mira,
desde qué sitio, los silenciosos paisajes
donde, abolido, el tiempo llueve su inmóvil ira?
Su nostalgía, llegándonos desde el pino salvaje,
nos va helando también los graves ornamentos
del reloj y de las sillas. Pero la estampa triste
de París en otoño, su casto movimiento,
como la dicha pobre, convence al fin, existe.
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