Carlos Alcorta, cuatro poemas inéditos | El poeta ocasional

Carlos Alcorta, cuatro poemas inéditos






Parte de la historia








Un día como éste, también ventoso

y húmedo, cuando apenas faltaban unas horas

para embarcar con rumbo

a la Península y era el uniforme

militar, restituido ya al celoso furriel,

un colgajo arrugado y maloliente,

baqueteado en marchas nocturnas y maniobras

intimidatorias en la frontera;

un doce de febrero por la tarde,

de hace ya más de treinta años organizaba

mi equipaje y decía adiós al campo

de instrucción, a los gritos del oficial

al mando ― Joseph Roth las describió

en Puesto de vigía como “amargas 

vejaciones” ― y al miedo acuartelado

en el cuerpo de guardia, persuadido

de que finalizaba una etapa superflua

de mi vida. Tricornios, metralletas,

amenazantes ráfagas de fuego amotinado

dentro del hemiciclo me sorprenden

varios días después, mientras reparo

algunos desperfectos en mi casa

con más voluntad que pericia. Vuelve 

el tiempo de la espada y la cruz. Oficiales

conjurados y guardias civiles a sus órdenes

pretenden convertir la faz de España

en un cuartel inmenso sometido

a sus delirios. Tengo frío, el pánico

no me deja pensar con claridad.

Mis ojos no se apartan

de la pantalla del televisor.

Pasé la noche en vela hasta que supe

que habían fracasado. No podía

imaginar entonces que la suerte

de poeta joven que estrené meses 

después me atribuiría responsabilidades

futuras en el curso de la historia,

y en mi propia manera de entenderla.








San Zeno Maggiore









Era casi de noche. Lloviznaba

la última vez que estuve en esta plaza,

mientras porfiados reflectores

percutían sobre la fachada

de la basílica abrillantando

impunemente un toldo pintado, un trampantojo.




Como un gato nocturno, 

cegados construyeron mis ojos un precario

armazón para el pensamiento.




Ennoblece hoy el amortiguado sol

columnas, arcos, toba, el mármol rosa

de pilastras y leones, aunque su potestad

no alcanza los rincones de la explana más sombríos,

en donde permanece

despreocupada la resbaladiza

escarcha de la noche precedente.




El agnóstico nada más observa,

aún no saca conclusiones.




La iglesia está vacía. En un pequeño

locutorio, lacrado como un confesionario,

dormita el vigilante que me vende

la entrada. Casi a tientas desciendo hacia la cripta

donde Romeo desposó a Julieta

─la mortecina luz de candelabros

mugrientos crea junto a los ventanales

un mundo fantasmal, de evanescentes

apariencias, igual que si fueran actores

de cine, despojados de formas absolutas─,

subo y bajo peldaños, me demoro

como si obedeciera un precepto

que no acierto a personificar

ni cuando escribo, en un descansillo

no consagrado a la oración. 

No es un ultimátum divino 

o el despertar de una conciencia

religiosa lo que me inmoviliza,

sino la humana seducción del arte 

que convierte en prodigio un acto cotidiano,

el peso de una lágrima, el color

cárdeno de la toga, el ligero arco levitante.




Me postro ante el reclinatorio

como quien cumple una promesa,

hasta que me duelen las rodillas,

hasta que la circulación sanguínea

se paraliza y punzan en la blanda

piel mil cristales rotos, rasgándola,

como cuando pretendes

paliar la sed bebiendo agua muy fría. 

Un mudo habla de nuevo, recobra el ciego el don

de la vista. Suplican mis sentidos.

¿Es ahora el futuro del pasado?

¿Soy en este instante el niño

que fui después? ¿Es más grande el vacío

al recordarlo que antes, mientras lo percibía,

o quizá la escritura resucita

otros sentidos que ignoraba 

poseer? Asciendo hasta el altar despacio.

No deseo romper este silencio

místico, similar al que prolonga

el orgasmo. Examino el perímetro.

Hago cientos de fotos. Descompongo

el conjunto. Enmascaro mis creencias. No me mueve

fe alguna porque veo en las pinturas

más que fervor, idolatría, angustia

de vivir, servidumbres hereditarias, nada

que proporcione libertad al siervo

ante el destino. Desde lo más íntimo

de mi ser veo a ese hombre que aún quiere

encarnarse en un héroe abrumado

por un amor furtivo que parte hacia la guerra,

un Ivanhoe real, acerados

mis sueños, más letales que su espada.




Entre mi mundo y el suyo no hay paz

posible. Son los muros de la historia,

sutiles, invisibles los que logran

distanciarnos. Existen otras maneras de morir

más crueles que la espada, como el frío o el hambre.








White Horse Beach








Ensombrece la luz solar un brusco

movimiento de nubes

escalonadas que apuntalan

en las sombras mi pensamiento,

distraído hasta entonces en relampagueantes

charcos desperdigados por la arena

que escapan hacia el mar en tersos hilos

de agua, charcos accidentalmente 

recordados en el momento en el que escribo, 

porque un poema es una convención,

en él la realidad se reconoce

a sí misma inventándola al decirla. 




Dentro de la mochila 

se apiñan latas de cerveza, frascos

de loción hidratante, antiguos fuegos

debilitados por el desafecto

cotidiano que he acarreado dentro

del equipaje miles de kilómetros

ignorándolo, como si fuera ese parásito

intestinal que no consigo

exterminar. Mientras recojo piedras

deslavadas y conchas de moluscos

enmarañadas por el oleaje

en la caloca y mi hijo selecciona

emocionado las de irisaciones

más atrayentes, me detengo ajeno 

al paisaje, añorando otro momento

mejor, al otro lado del océano.




No dejo de pensar en lo distintos

que somos, en la forma tan opuesta

de expresar nuestras emociones, 

aunque sea el silencio ese espejo

desalmado que muestra las penurias

cotidianas que nos consumen.

La indiferencia no es la bienvenida

que esperaba. ¿Será este tu modo

de aferrarte a un pasado familiar

mitificado desde niña 

o una ocurrente táctica 

para romper ese eslabón 

imaginario que te ata a mi vida?








Cimez Lectularius








Notaste atolondrados movimientos

de origen animal aventurándose

por tus piernas, sagaces, obsesivos

igual que esa manada

de jadeantes felinos despiadados

atravesando la sabana ambigua

que viste en un documental nocturno.




Tus dedos rastrearon el centro del picor

sin encontrar a los parásitos

que pugnaban por su supervivencia.

Aparecieron manchas rojizas en tu piel,

espantosas, púrpuras en su cumbre,

como un volcán a punto de estallar.

Inspeccionaste con ahínco el campo

de operaciones. Cuerpos incansables

ocultos en las fibras capilares

ejecutan impunemente el plan

previsto sin que puedas hacer nada.




Restaste importancia a las picaduras

y te burlaste de ese insecto esquivo,

al que aún no ponías nombre, que la pasada

noche se alimentó de tus problemas,

de tu sangre doliente. Temías iniciar

otra disputa más y te esforzaste

por ver las cosas de la misma forma

que ella las percibía, con la incómoda

sensación de que formular alguna

queja a los empleados del hotel

quebrantaba su escaso sentido del ridículo, 

algo que no podía permitirse

ni a miles de kilómetros de casa.




Ya intuías, sin duda, gracias a su naturaleza

precavida, a su exacerbado

solipsismo que no conviene decir toda

la verdad, ni siquiera a los más íntimos.

Las confidencias son un arma

de doble filo. Alivian el peso de la culpa,

pero convierten el futuro en algo parecido

a una pista de hielo en el desierto.








Carlos Alcorta (1959, Torrelavega, Cantabria, España)

Del libro próximo a publicarse: "Ahora es la noche"

Enlaces:

https://carlosalcorta.wordpress.com/
http://www.vallejoandcompany.com/construccion-de-una-voz-propia-sobre-ejes-cardinales-de-carlos-alcorta/
http://revistatarantula.com/vistas-y-panoramas-de-carlos-alcorta/
    Imagen: www.revistatarantula.com













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