No es un lugar seguro
el del sofá con vistas a la infancia.
Un martes, como otros,
podemos recibir una llamada
desde un tiempo perdido en las edades,
y no quiere decir que estemos lejos
por mucho que el aspecto de la piel
muestre historias de vida inevitable
o ya no existan piezas de repuesto
para juguetes rotos.
Hoy aprenden los años a
peinarse en mi casa.
Y el resplandor del sol
es una forma de mirar por la ventana,
sin que nadie conteste a nuestro lado.
Tibiamente al contacto
con estrellas que temen la memoria,
veo sillas vacías
que se acomodan solas
en un desorden de ausencias primitivas.
Y si suena la música
es porque se derriten los mensajes lejanos
que duermen como hielos en la boca.
Supongo que hablaremos
Enero es esa historia
de la nieve cayendo sobre un cristal de tren.
Alguien
contó relatos
contó relatos
de jóvenes cautivas, de delincuentes huérfanos,
de una ciudad que apenas yo distingo
donde quedan dormidas las huellas de los cuerpos,
y se enfrentan los años
a una edad perfilada con exceso de sombras.
Hace ya algunos meses
que ir a cortarme el pelo no tiene mucha gracia.
No hay cabellera firme que no me haga pensar
en un rincón dorado del planeta
cuando va a amanecer.
Algo tan cotidiano como un sabor a niebla
crece si se le mezcla con champagne,
y todo se reduce a estar vivo una vida.
Yo
me asomaba para ver las calles
tendidascomo espinas de pescado,
para observar flotando los paraguas
entre luces acuosas;
lo vertical, el ángulo.
Y eso que desde entonces
ya llevaba la noche manchada con carmín,
fruto de algún secreto persistente.
Decía
que
que
un argumento débil me lamia las manos.
Puede que la verdad se la cuente a un amigo.
MANUEL SÁNCHEZ (1945, Madrid, España)
Imagen: Propiedad del autor
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