Un par de conejos
que trajo el tío
fue el principio
de un gran negocio.
En las vacaciones,
con el primo
armaron una hilera
de jaulas y se turnaron
para darles de comer
y hacer de serenos.
Llegaron a tener
cien conejos:
una vez los contaron.
Todo el mundo,
en el pueblo, conocía
el criadero,
y cada santo día
era un desfile, caían
al campo a buscar
cantidad y precio.
Con el primo
sacaban cuentas
y guardaban la plata,
monedas de uno,
cinco y diez centavos,
en una caja de grageas
para la tos.
El olor
a mentol los hacía
pensar en conejos,
en pan remojado,
en zorros al acecho.
Y en la bolsa
que escondían
bajo la baldosa floja
de la despensa.
No me hagas acordar
Habíamos esperado
tanto, el campo
arado de grietas
y pasto como piedra
para dejar sin dientes
a la yegua, daban
ganas de llorar.
Prendíamos velas
a Dios y a los santos,
y a la pobre nona,
en el paso de la cocina
a las piezas.
Pero no había caso.
Los perros, afligidos,
eran piel y hueso:
no me hagas acordar.
Y en el pueblo
los que sabían todo,
ah, las lengua largas
y los mandados hacer
leían en la bosta,
las nubes o el fuego
donde ponían la marca,
bah, total, no les iban
a cobrar el aire:
algo nunca visto,
bolaceaban,
las pruebas atómicas,
el cometa, Nostradamus
y otra gente que trae yeta.
Con la amargura
yo no llevaba
el menor apunte,
hacía la parte de pavo,
iba dormido. Y cuando vi
que viento norte,
la tierra en la ropa
puesta a secar,
el remolino de tierra
y hojas en el corredor,
el cielo que se venía
abajo y era de tierra,
salí a recibir
para que la visita
supiera cuánto, cuánto
habíamos discutido,
que forma de renegar
con la radio
-“para hoy se espera,
mañana sin falta”,
puras macanas-
y no se fuera,
como las otras,
a la misma mierda.
Abracadabra
El tío Antonio
mostraba su mano
izquierda estirada,
pedía unos segundos
de concentración,
atención al silencio
y patas de cabra,
partía el índice
en dos, podíamos verlo
con nuestros ojos,
el dedo se movía solo,
oh. Pero no le dolía,
era magia
y la mano tenía
uno dos tres cuatro
cinco dedos
al abrirse de nuevo,
con una moneda
que se transformaba
en caramelos.
Quesequede,
decíamos, en el patio
de la luna y los escuerzos,
y más claro agua:
otra, quesequede.
Si le daban un mazo
adivinaba qué carta,
abracadabra,
y un pañuelo blanco
se convertía en otro
largo y de colores.
Quesequede, otra,
otra, pero la familia
esperaba en la cocina,
o reunida alrededor
del asador, para hablar
de cosas aburridas.
La copa Benito Palmaz
(según El Informe de Barlett)
En la primera fecha
Unión de Cepeda,
con la ayuda del árbitro,
el viejo que andaba
de sereno en el galpón
del ferrocarril,
pudo vencer al conjunto
de Sportivo Agrario,
el rojiblanco.
Social Atlético Barlett,
el local, quedó libre.
Estaba en disputa
la copa donada
por Benito Palmaz
a beneficio
del chico Maturano,
más muerto que vivo
en un hospital de Rosario.
Social Atlético se había
reforzado –un arquero,
un cinco y un nueve
que venían por la soja,
con las máquinas-
y el gringo Fioramonti
echaba pestes: querían
que fuera suplente,
él, que llevaba años
con la casaca a rayas
rojas y verdes
y no hubo quién
nadie pudo ni quiso
quién le llevaría el apunte
cuando el árbitro
hizo sonar el silbato
y señaló el centro,
decretando, señoras
y señores, el empate
de Social Atlético,
con sus refuerzos,
y Agrario, un rejunte
de muertos de hambre
y peones de la cosecha.
En la tercera y última
fecha salió otra vez
el sereno del ferrocarril
sorteado como árbitro.
Y apenas comenzó
el juego, quedó claro
que estaba comprado:
ellos pegaban,
y los fules eran nuestros;
ellos de vigilantes,
y el nueve nuestro,
un grandote que estaba
en las nubes,
quedaba fuera de juego;
“penal, penal”, gritaba
hasta el gringo Fioramonti
cuando cruzaban al diez,
que era bueno, y cobraba
en nuestro arco:
pero el negrito
que se había puesto
los guantes era un gato,
como si un elástico
y se quedó con el tiro
del capitán de ellos,
un veterano que venía
de la liga de Pergamino
y jugaba sin moverse
de media cancha.
El sereno, a lo mejor
por una botella de vino
barato, por una botella
de vino barato, el gringo
le cortaba las manos,
emperrado
veía otro partido.
Detrás del alambrado,
tapado de carteles
de la Unión Comunal,
volaban puteadas
y gargajos. La cosa
pasaba de castaño
oscuro, “escándalo”,
dijo el presidente
Rufino Tisera
a El Informe de Barlett.
Pero el borracho no pudo
evitar que el nueve
bajara de las nubes,
cuando la hinchada
de Cepeda festejaba,
y metiera un cabezazo
directo al ángulo.
El viejo Maturano
entregó la copa
Palmaz al capitán
de Social Atlético
y gracias a la colecta
de las entradas
sacaron volando al chico
del hospital
donde querían matarlo.
De: Si llueve porque llueve y si no llueve porque no llueve (inédito)
En el cementerio de Juan B. Molina
I
Dios
no te castigó,
ni caíste
fulminada
por un rayo,
como pedías,
en caso de decir
una mentira.
Todos los muertos
fueron testigos.
II
Salieron
de las celdillas
atontadas
por el efecto
del insecticida.
El nido quedó
por el piso, polvo
en el ladrillo
molido.
No pudieron
hacer nada.
Eran tres o cuatro
rojas y negras,
y entre ellas
una reina destronada
a escobazos limpios
y patadas.
III
Esta es la primera
foto, en el cajón
de sus restos.
No lo imaginaba
de ninguna manera
y cualquier otra
imagen hubiera sido
una sorpresa.
Pero se trata
de ésta y me cuesta
dar con el aire
de familia. Tal vez
la forma de mirar,
esa reserva
con la que se pegó
un tiro en la cabeza
cuando lo esperaban
en la mesa.
OSVALDO AGUIRRE (1964, Colón, Provincia de Buenos Aires, Argentina)
Enlaces: http://lasvueltasdelcamino.blogspot.com.ar/
Imagen: www.vientodelsurlluviadeabril.blogspot.com
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