Patricia Díaz Bialet | El poeta ocasional

Patricia Díaz Bialet


La inmersión nos refleja tal cual somos



al hombre de flecha de imán
húmedo
Debajo de ti y yo, tú y yo, sinceramente,
 tu candado ahogándose de llaves, 
yo ascendiendo y sudando y haciendo lo infinito entre tus muslos.

César Vallejo


cada vez que vuelvo a ese cubo de luz en donde flotan
sus ojos submarinos
cada vez que intento
devolverme a tu traje de acuanauta y a tu músculo ceñido
y que regresan las tardes de intrépidas tormentas
y mi entonces pequeño cuerpo atiborrado de cables
telefónicos en una estéril cabina de un  pueblo del sur
cada vez que reanudo la muerte de la amiga
el raso púrpura que te endulzaba el semen derrochado
o cada vez que tu dedo interminable merodea esta silla
que ahora me deleita
cada vez que en posiciones extremas los ojos incautos

de los vecinos se impregnan en el vidrio, en la maceta
   cómplice
cada vez que me zambullo en la opulenta carne que aún

bebemos gota a gota en lo que se sueña
cada vez que en tu diáfana ingle de aguardiente me
  rozas la vida la urgencia las amarras
(era el tiempo imprevisto,
el tiempo de la cadena que aún luzco en noches de

fiesta,
era tu pierna erecta como un mástil de fiebre,
el incesante automóvil hacia el hotel que todavía nace

en el sur,
la duermevela con que adherimos nuestros cuerpos a
través de kilómetros de espera,                      
el tibio escozor de aquello que perdura aunque nos
duela) 
cada vez que trago lo que extraigo de tu densa piel
después del mar
sé que alguien conspira contra el mundo
y grita que no debo
sin embargo
yo me acerco a mi acuática mochila para olerte
como se huelen los búfalos antes de aparearse
como se huelen las camisas aún tibias de los muertos
como se huele el siempre fresco cadáver de la infancia

un pueblo en el Sur

Pista de baile (II)


Sótano infestado en tiempo que huye.
El hongo de la pena se pavonea entre sus sillas.
La pintura negra cae a borbotones.


Algo calienta nuestros cuerpos.
Algo vigila el entorno o el entierro.
Tambor de metal que acapara el aire.
Cabellos empapados y una gota de sudor que él recoge

tenazmente.

Algo se arropa bajo nuestras blusas.
Y bailamos.
Bebemos el trajín, la polvareda.
Giramos en aletas invisibles y allí está ese hombre

otra vez.

Acá los sobrevivientes
-que aún hoy no tienen la certeza de haber vuelto-.
Entonces cruje la tensa cuerina y nos sentamos a

contragolpe,
sin huir, sin ni siquiera tocarnos,
porque todo puede desvanecerse en este simulacro
y no sabemos hacia dónde o hacia cuándo.

El hombre sostiene mi corazón en una pinza
y lo sopla
y lo silba
y lo acuna con sombras, con humos, con neblinas.


un lugar en Viamonte y
Suipacha, Buenos Aires

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