Héctor Giuliano: Una claraboya indicaba el ciclo solar, las estaciones, la beatitud terrena
Mi viejo
tenía cabeza hueca.
Andaba de jarana en jarana.
Así fueran fríos, lunas, túnicas,
o la fusión de un vino y una baraja.
Arar, podar, pasar las rastra,
eran tareas que apenas
cubrían diez liras
desvanecidas en el puchero diario.
Se le dio por no escuchar
las tentaciones del primo Pietro
que lucía sus dones fascistas, su marcial fragilidad
sus camisas negras y sus cachiporras lustradas,
y sus desbordes sexuales,
un regalo providencial;
hizo un tapón a su trompeta acústica,
chorreaban
como bostezos y condecoraciones de lata
las rogativas de su hermano Ettore
para que se incorporara
a la "causa nacional" de los partisanos;
tampoco lo estremecían
los exprimidos sacrificios anarquistas
del loco Bartlat
en las espesuras de fugas y bosques.
Mi abuelo,
síndaco del pueblo,
lo acuciaba,
para que, al menos,
creara belleza.
Y se le dio por el dibujo.
Lo vieran:
" dimensión constructiva",
delgadas y gruesas líneas,
papel de arroz, seda o algodón,
pluma fina y de rebote ladeado.
Catalogaba las langas,
las nieves y parvas,
el rastro del otoño en verano,
en memorables bríos luminosos,
tierno y contento,
arrancado por instantes.
Y esto convocaba
las moderadas flotaciones
que borraban ordeñes,
riegos, siembras
y tantos macaneos
que ponían porosa
la nitidez de la vida.
Mi viejo
renovó la oquedad,
y por ello
casi pierde las manos.
Fue atrapado en Yugoslavia.
La patrulla del Tercer Reich,
precisa y a las carcajadas.
Un camión de ayes, hambre
y excrementos,
lo depositó en púas y alambres.
Un campo de trabajos forzados,
sobre la ruta 167,
sur- norte alemán,
hoy autopista paralela
de llanuras polacas.
Ahí las bondades de Rousseau
se ahogaban en el humo pegajoso.
Hornos donde el caucho
se convertía en cubiertas y ruedas de aviones.
Un subsuelo gigante
donde el fulgor o la negrura
que se filtraba de una claraboya
indicaba el ciclo solar,
las estaciones, la beatitud terrena.
Y se le dio
por hacer caricaturas
que celebraban
sus compañeros de infortunio.
Para Navidad del 44,
no tuvo mejor ocurrencia
que pintar a la carbonilla un rostro de Stalin.
Severo, ojos de fuego y crueldad,
confrontados a quien lo mirase.
La suerte no corre pareja,
no roza la monotonía. Es o no es.
De repente un taconeo,
después un arrancón de pelos,
remezones de golpes,
y ahí nomás,
las manos sobre una mesa.
El oficial nazi,
calificado blando
por los prisioneros,
le descargó de azotes
sobre muñecas y dedos
con la varilla de remover las coladas.
Y de ahí,
nada permaneció inerte,
ni objetos ni formas,
ni núcleos compositivos o de orden.
Alta y remota,
la tumba volaba.
Cinco años más tarde,
en el barco que lo trajo a Buenos Aires,
todavía le costaba agarrar el tenedor
y llevárselo a la boca.
No hay conclusiones,
sólo la saga de "Crepúsculo"
y ese jardín de gente magullada
saltando en el vacío.
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