Carol Ann Johnston: "El increíble tratado evangelista de los murciélagos"



Un hombre con cara de pastel en mi hilera

me ofrece un panfleto durante un vuelo

que atraviesa el país: La antigua ley señala que los

murciélagos no son limpios, que no son aptos para el consumo,

que están prohibidos para los israelitas. Pero no nos

equivoquemos: Dios ama a todos

sus animales. A Dios le

preocupaba la dieta de Su

pueblo, y el ambiente

en el que ellos vivían. Los murciélagos

son vitales para el delicado equilibrio

de la naturaleza. Dios se interesa por

toda Su Creación. Al hombre le fue dado

dominio sobre la Tierra

y habrá de actuar con responsabilidad.



Conozco bien los tratados

evangelistas y sus optimistas incongruencias.

Alguna vez, como toda jovencita seria de doce años

nacida en una familia de Bautistas del Sur

prediqué la voz de ¡arrepiéntete! de puerta

en puerta. No he salvado

a nadie, que yo sepa; tampoco

sé si habré mandado al infierno

a alguien.



Pero en un intento de ser perdonada, hasta cierto punto

por parte de los Bendecidos, me confieso ante mi compañero

de viaje: en el sótano, anoche a medianoche, en medio de

la confusión, me revolqué, en medio de los transformadores

con un electricista. Me recosté sobre

una pala, como si el armarme de herramientas

masculinas fuese a infundirme algún

conocimiento práctico. Al margen de la luz,

los naipes se mezclan en las incorpóreas manos

de un mago. Sin aliento,

me planté en el suelo, giré, e hice volar la pala,

partiendo al medio el murciélago en el mismo

instante que éste trataba de hallar la luz.



Podría tratar de ser sentimental y decir

que caí al suelo, y que tomé

entre mis manos la moribunda criatura.

Pero lo que hice fue dirigir la luz de mi linterna

sobre sus delgadas alas de celuloide,

que se pliegan como un acordeón roto,

y observé cómo sus velludas

manitas vibraban hasta morir.



Mi compañero de asiento ahora debería

pronunciar un apotegma, el obvio discurso

sobre el respeto por la vida. En lugar de ello,

me pone en manos de su enojado Dios:



No hay nadie que haga el bien,

no, ni siquiera uno












Carol Ann Johnston (Texas, Estados Unidos de Norteamérica)

Traducción: Jorge R.G. Sagastume

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