Nicolás García Sáez

Poesía argentina

Termópilas 




Tengo el cuerpo de Leónidas en las Termópilas
lacónico entre los jardines menos temblorosos de Esparta
claros y luces estoicas de aquel verano un poco rabioso (la duda es barroca)
los soldados se mueven, llevan uvas, espadas 
los periceos asisten al fogón celebrado a orillas del Eurotas
ya habrán notado la movilidad que tienen las damas frente al David 
de mil ocho catorce

Se cuelan entre los céfiros las melodías de pantanos remotos
los siervos aplauden tibiamente
trueques o descuentos
(gritos de comercio) 
no le hacen jaque al agujero

Desde el cielo: La Maravilla
el cabo y el rabo de Italia
Grecia, Albania
del Jónico al Boreo

De curso, de cuenca
Cabo Karagol en Corfú
Cantabria, Epiro, el Peloponeso
y allí
abajo
si
otra vez las Termópilas



Evolución 




Aquello partió 
bajo la sombra del ombú
con un sapo
y su bella rana
reposando para siempre en el jardín

hubo un gato
con diminutivo célebre
que llegó un día
y al otro se fue
rompiendo pedazos de mi corazón

hubo un axolotl
que en pocos meses
regeneró sus piernas (amputadas)
y se deslizó bajo el barro
de una barca oscura mexicana

hubo un lémur negro
que mordió a un gusano
envenenado
equivocado
para alucinar con el cianuro en las alturas de un baobab

hubo un mono loco con cóctel
de alcohol frutado
con la espuma en la boca
de un puercoespín
hubo un reno buscando un hongo bajo la nieve

hubo, si, un delfín amarillo
que se adhirió 
también
a mi piel
para multiplicar sus voces

de puntos cardinales
para armar
en una sola pieza, a un animal fabuloso
aquel 
El Único, esencial 
cubierto por el recuerdo de todos los demás


Un perro 





Hay un viejo blues de Pink Floyd
en el que un perro ladra, canta
despierta amaneceres, el mar
y un sol uruguayo

aquel cachorro manso
parecido a un esqueleto
desterrado del campo seco
el hambre y el fracaso

gris, nublado, liberado
no es azul, es luminoso
las olas mueren y allí está
el perro de mi infancia encerrado en la ciudad

recuerdo a otro, ese valiente
un perro insoportable
que quiso ser el dueño de un barrio serrano
y lo pagó muy caro, con un escopetazo cobarde

recuerdo al montón de hijos hambrientos
que aquel tonto ingenuo 
tuvo con la perra, que a las cuatro de la mañana 
viene a pedir comida a mi casa

perros antes, nunca se pierden, o después 
ahora veo
a mi amigo más fiel 
siendo él, tan glotón
reencarnando, gordo y satisfecho, a todos los demás


Latina




Me conmuevo entre las piedras tan extrañas
con espinas que no pinchan
orgullo férreo y duro
que de tanto se hace etéreo
irrompible/tan sensible
con las sombras del perdón

Ante la mera mención de América Latina
la piedra se irrita
incomoda su letargo
que no tiene perspectiva
ni pasión

Y sin embargo (o tal vez por eso) la lloro
epifanía triste que sabe
que esa misma piedra
es tan América
y Latina
como yo



POEMA QUE PUDO HABER SOÑADO EL TITANIC EN EL FONDO HELADO DEL MAR, LA NOCHE DEL 31 DE DICIEMBRE, CUANDO TODO EL MUNDO FESTEJABA EL CAMBIO DE MILENIO




Ya han pasado más de ochenta años
en los que pasé de ser
el Monumento al Encanto
a esta ruina partida, perdida
tristísima, abandonada
oscura, siniestra
y llena de fantasmas

Desde aquí abajo, esta noche, yo juro
que dentro de ochenta años exactos
gracias a las bacterias
los submarinos cleptómanos
y toda la ayuda de mi deterioro
no seré entre el agua un fracaso
ni dentro de mi vergüenza un fantasma



POEMA QUE PUDIERON HABER SOÑADO LAS AGUAS DEL SUPER KAMIOKANDE EL 12 DE NOVIEMBRE DE 2001, LUEGO DE LA IMPLOSIÓN DE MILES DE TUBOS FOTOMULTIPLICADORES




Neutrino, hijo del Sol, veloz como la misma luz
elemento oscuro a lo largo y ancho del Universo
testigo del colapso moribundo de todas las estrellas
rebelde o ameno, extraño cómplice de la relatividad 
entre práctica y teoría comulgaste por fin como materia

Sumidero de tantas energías arrojando entre supernovas
tu aura, la del mínimo eterno, cambiando el sabor del vacío
tauónico, muónico, electrónico, alquimia de las antipartículas
compartimos tu humor esta noche entre los cristales que flotan
y las miles de astillas, hundiéndose muy lentamente hacia el fondo



Epifanía número 12




Los poemas de Paul Eluard sólo resonaban dentro de ella cuando se encontraba inmersa en el agua. Apenas respiraba y ponía un pie en la superficie todo se volvía impreciso, o, por el contrario, demasiado preciso y los versos más exquisitos del galo rebelde (primer esposo de la Gala daliniana) parecían perderse en algún lugar remoto de sus recuerdos, que allí, bajo el sol ardiente o alguna nube gris e incluso, a menudo, bajo la luz de la luna, se deshacían tal como lo hacen todas las olas que abrigan a los siete mares.



Epifanía número 22




Estábamos en el cielo, volando con esos trajes pomposos que utilizan los paracaidistas para esos menesteres. El detalle era que no teníamos paracaídas. Alguien nos desplazaba (y aquí el verbo ¨desplazar¨ como sinónimo de expulsar) luego de haber dormido, no en un avión, sino en alguna tapera inspirada en “Los Olvidados” de Buñuel. Podíamos sentir la inmensidad y el vértigo, la altura, decenas de miles de metros bajo nuestros pies. Todo era brillante, luminoso, celeste y borroso. Había algo muy bello y angustiante al mismo tiempo conviviendo entre nosotros. Adrenalina pura. Yo me olvidé de eso cuando, de la nada, apareció un fotógrafo volador, también con el traje de pájaro falso y ostentoso, sin paracaídas, que anunció:

 -Digan whisky, por favor.


NICOLÁS GARCÍA SÁEZ (1970, Buenos Aires, Argentina) 

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