Termópilas
Tengo el cuerpo de Leónidas en las Termópilas
lacónico entre los jardines menos temblorosos de Esparta
claros y luces estoicas de aquel verano un poco rabioso (la duda es barroca)
los soldados se mueven, llevan uvas, espadas
los periceos asisten al fogón celebrado a orillas del Eurotas
ya habrán notado la movilidad que tienen las damas frente al David
de mil ocho catorce
Se cuelan entre los céfiros las melodías de pantanos remotos
los siervos aplauden tibiamente
trueques o descuentos
(gritos de comercio)
no le hacen jaque al agujero
Desde el cielo: La Maravilla
el cabo y el rabo de Italia
Grecia, Albania
del Jónico al Boreo
De curso, de cuenca
Cabo Karagol en Corfú
Cantabria, Epiro, el Peloponeso
y allí
abajo
si
otra vez las Termópilas
Evolución
Aquello partió
bajo la sombra del ombú
con un sapo
y su bella rana
reposando para siempre en el jardín
hubo un gato
con diminutivo célebre
que llegó un día
y al otro se fue
rompiendo pedazos de mi corazón
hubo un axolotl
que en pocos meses
regeneró sus piernas (amputadas)
y se deslizó bajo el barro
de una barca oscura mexicana
hubo un lémur negro
que mordió a un gusano
envenenado
equivocado
para alucinar con el cianuro en las alturas de un baobab
hubo un mono loco con cóctel
de alcohol frutado
con la espuma en la boca
de un puercoespín
hubo un reno buscando un hongo bajo la nieve
hubo, si, un delfín amarillo
que se adhirió
también
a mi piel
para multiplicar sus voces
de puntos cardinales
para armar
en una sola pieza, a un animal fabuloso
aquel
El Único, esencial
cubierto por el recuerdo de todos los demás
Un perro
Hay un viejo blues de Pink Floyd
en el que un perro ladra, canta
despierta amaneceres, el mar
y un sol uruguayo
aquel cachorro manso
parecido a un esqueleto
desterrado del campo seco
el hambre y el fracaso
gris, nublado, liberado
no es azul, es luminoso
las olas mueren y allí está
el perro de mi infancia encerrado en la ciudad
recuerdo a otro, ese valiente
un perro insoportable
que quiso ser el dueño de un barrio serrano
y lo pagó muy caro, con un escopetazo cobarde
recuerdo al montón de hijos hambrientos
que aquel tonto ingenuo
tuvo con la perra, que a las cuatro de la mañana
viene a pedir comida a mi casa
perros antes, nunca se pierden, o después
ahora veo
a mi amigo más fiel
siendo él, tan glotón
reencarnando, gordo y satisfecho, a todos los demás
Latina
Me conmuevo entre las piedras tan extrañas
con espinas que no pinchan
orgullo férreo y duro
que de tanto se hace etéreo
irrompible/tan sensible
con las sombras del perdón
Ante la mera mención de América Latina
la piedra se irrita
incomoda su letargo
que no tiene perspectiva
ni pasión
Y sin embargo (o tal vez por eso) la lloro
epifanía triste que sabe
que esa misma piedra
es tan América
y Latina
como yo
POEMA QUE PUDO HABER SOÑADO EL TITANIC EN EL FONDO HELADO DEL MAR, LA NOCHE DEL 31 DE DICIEMBRE, CUANDO TODO EL MUNDO FESTEJABA EL CAMBIO DE MILENIO
Ya han pasado más de ochenta años
en los que pasé de ser
el Monumento al Encanto
a esta ruina partida, perdida
tristísima, abandonada
oscura, siniestra
y llena de fantasmas
Desde aquí abajo, esta noche, yo juro
que dentro de ochenta años exactos
gracias a las bacterias
los submarinos cleptómanos
y toda la ayuda de mi deterioro
no seré entre el agua un fracaso
ni dentro de mi vergüenza un fantasma
POEMA QUE PUDIERON HABER SOÑADO LAS AGUAS DEL SUPER KAMIOKANDE EL 12 DE NOVIEMBRE DE 2001, LUEGO DE LA IMPLOSIÓN DE MILES DE TUBOS FOTOMULTIPLICADORES
Neutrino, hijo del Sol, veloz como la misma luz
elemento oscuro a lo largo y ancho del Universo
testigo del colapso moribundo de todas las estrellas
rebelde o ameno, extraño cómplice de la relatividad
entre práctica y teoría comulgaste por fin como materia
Sumidero de tantas energías arrojando entre supernovas
tu aura, la del mínimo eterno, cambiando el sabor del vacío
tauónico, muónico, electrónico, alquimia de las antipartículas
compartimos tu humor esta noche entre los cristales que flotan
y las miles de astillas, hundiéndose muy lentamente hacia el fondo
Epifanía número 12
Los poemas de Paul Eluard sólo resonaban dentro de ella cuando se encontraba inmersa en el agua. Apenas respiraba y ponía un pie en la superficie todo se volvía impreciso, o, por el contrario, demasiado preciso y los versos más exquisitos del galo rebelde (primer esposo de la Gala daliniana) parecían perderse en algún lugar remoto de sus recuerdos, que allí, bajo el sol ardiente o alguna nube gris e incluso, a menudo, bajo la luz de la luna, se deshacían tal como lo hacen todas las olas que abrigan a los siete mares.
Epifanía número 22
Estábamos en el cielo, volando con esos trajes pomposos que utilizan los paracaidistas para esos menesteres. El detalle era que no teníamos paracaídas. Alguien nos desplazaba (y aquí el verbo ¨desplazar¨ como sinónimo de expulsar) luego de haber dormido, no en un avión, sino en alguna tapera inspirada en “Los Olvidados” de Buñuel. Podíamos sentir la inmensidad y el vértigo, la altura, decenas de miles de metros bajo nuestros pies. Todo era brillante, luminoso, celeste y borroso. Había algo muy bello y angustiante al mismo tiempo conviviendo entre nosotros. Adrenalina pura. Yo me olvidé de eso cuando, de la nada, apareció un fotógrafo volador, también con el traje de pájaro falso y ostentoso, sin paracaídas, que anunció:
-Digan whisky, por favor.
NICOLÁS GARCÍA SÁEZ (1970, Buenos Aires, Argentina)
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