Juan Carlos Moisés:


Un pollo mojado





Amor, humor, dolor: palabras de uso
común, qu en el poema buscan
tener ocupación cuando lo leas.
No de otro modo es posible admitir
que los sustantivos también contemplan
un punto medio y justo de las cosas.
Tu cuerpo ya había recibido las descargas
de fondo, con sus detonaciones,
y algo cambió para siempre cuando
el bisturí en la mano del cirujano,
bajo la luz irreal del quirófano,
se deslizó desde la axila hasta el centro
de tu mano, indoloramente,
y no sólo porque nos habiámos
propuesto desestimar la congoja.
El pelo te había crecido de nuevo
y fue una sorpresa la aparición
de unos rulos entrometidos
con los que nos permitimos
especulaciones chistosas.

De regreso a nuestra casa del sur,
donde pies y pensamientos se aparean
de igual modo, al final del día,
en la curación de cada noche, trataba
de que no me temblaran las manos
en el momento de ayudarte
a cambiar la gasa de los drenajes.

Hoy, durante la mañana, volví a pensar
en la otra escena teatral que anoche
nos tuvo de protagonistas exclusivos
en la intimidad del baño de la casa.

¡Ay, mi amor, mi amor!, dijiste,
como queja, cuando entraste decidida
a no salir. Y mientras te desnudabas
frente al espejo con un pudor
que no conocíamos y me preguntabas
cuánto iba a tardar en la ducha,
podía ver a través del vapor
la imagen mutilada de tu cuerpo
que devolvía el reflejo empañado.

¡Toda la vida te amaré!, dije, cantando.
¿Te parece poco? (no hacía falta decir más),
y te reclamaba para que te unieras
bajo la lluvia caliente como antes.
Tu respuesta fue salpicarme con gotas
de agua fría que en la canilla del lavatorio
juntaste en el cuenco de tus manos.

¡Soy un pollo mojado!, dije, tiritando.
Giré la canilla y salí con los pies
resbaladizos fregándome los ojos para ver
que me esperabas con una mueca
en tu cara al alcanzarme la toalla como si
fueras Eva recibiéndome en el paraíso.
Te asusté cuando di ese grito en el espasmo:
¡Aaah, esto sí que es el amor!


De: "El jugador de fútbol", Ediciones La carta de Oliver, 2015


Un bar en el camino




Cuando entré a ese baño de bar
del camino y la puerta se trabó
sin explicación, creí encontrarme
en el mismo infierno; no advertí
que hubiera lo que estrictamente
se llama fuego, crepitaciones,
gritos de dolor, sólo unos pocos malos
olores que me envolvieron
y la lamparita que no prendió.
Para estar en medio de la pampa alta
y desmesurada ese baño era un lugar
demasiado pequeño, sucio, opresivo.
Ni las frases chistosas escritas
en la pared con letra despatarrada
fueron capaces de provocarme
la mueca de una risa.

En las manchas de humedad
del revoque descascarado
vi con horror la sombra del que soy,
vi rostros no amados,
vi todo lo que no se desea ver:
de mí, de los otros, de lo otro.
Dije es el fin, ahora sé cómo es
la última visión de una persona.

Mi única esperanza fue
el ventanuco; después de forcejear
en lo alto durante unos momentos,
el hierro viejo, debilitado, carcomido
por el óxido, cedió,
y cielo y nubes entraron
increíblemente a tiempo.



Flamencos en la laguna




Esos flamencos todo
el día al sol sumergen
la cabeza movediza en el agua
apoyados en el firme equilibrio
de una de sus patas; están clavados
en la laguna, tallados en el aire.
Cada tanto rompen la monotonía,
curvan el fino pescuezo, el pico se levanta,
estiran la pata encogida y dan un paso largo
y lento que se hunde y se clava
como la pata anterior,
que ahora se pliega y espera
mientras bajan la cabeza a bucear.
Todo el interés está ahí, en la turbiedad
del fondo, en los pequeños hallazgos nutritivos.

Ninguno de esos actos minuciosos
me incluye, ni soy de la familia de esas aves;
tampoco soy lo que se dice trigo limpio
para acercarme a refrescar mis pies
sin que algo no deseado ocurra
en el plan trazado por los flamencos.

Y aunque no son mis ojos los que ven bajo esa agua
ni tengo plumas rosadas, no me aguanto: mordido
por las hormigas de la curiosidad
que siempre me empujan a donde no me llaman
me acerco a la orilla
todo lo que más puedo,
hasta que en el límite de la confianza
los flamencos levantan vuelo
con tres o cuatro aletazos,
las flacas patas colgando sobre la laguna.

Si yo fuera ellos
daría un rodeo largo y sin pausa
con la esperanza de que se fuera el entrometido
y entonces volvería lo más campante
con las alas desplegadas
a posarme otra vez en medio de la laguna,
una sola pata apoyada
en la turbiedad del fondo.

Pero se ve que esos flamencos
tienen otros planes para resolver el dilema,
y acribillados inútilmente
por la doble intención de mi mirada
siguen adelante y se pierden en el cielo
capaces como son de ver a lo lejos
adónde lleva el camino.

De “Animal teórico”, Ediciones del Dock, 2004



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