Camino a Otavalo
Casas en quebradas,
casas mordidas por la roña, casas de tejas sin color
¿Por qué en América Latina los árboles
parecen cuellos cortados en el piso?
¿Pero acaso seremos siempre un país sin país?
Dios migró de aquí hace mucho y se fue por
el camino de la niebla donde nadie vuelve
¿Para qué esperar al que estuvo lejos
y no quería volver a contemplar lo que hizo?
De Carapungo a Calderón
se alza una parroquia
para que el nómada y el solitario
recojan la hierba seca
Un momento, les digo:
la caída azul de una golondrina pequeñísima
es una herida en el paralelo cero
Tremolas y espejean
las hojas de los árboles
con el aire y sol de junio
Cactus elevados, manchas de hierba,
piedra calcárea en las montañas,
arbustos ásperos que espinan
Se huele la quemadura del rastrojo
A veces la vida es tranquila como un punto y aparte
No sigas a Ibarra. ¿Para qué?
Desde lo alto Otavalo te parece
un cuadro en miniatura
Es tal la claridad del lago que
se reflejan intactas las casas en las aguas
La niebla, con pies blancos,
sube despacio
al cráter del volcán
Uno ignora, o apenas si percibe, que
la mayor parte de la vía la anduvo a ciegas
¿Pero cómo vine aquí?
Cefalonia
Era agosto. Era 1988.
Yo veía desde lejos, como si estuviera
en cubierta, la línea verde, la línea larga
verde y sinuosa de la isla de Ítaca.
Oía el silbido de las embarcaciones
a punto de partir.
Bajo el sol en fuego de las cuatro de la tarde
a diario subía la colina para contemplar Ítaca
y oía los versos de los líricos arcaicos en el murmullo
de plata de los olivos. E imaginaba Ítaca.
En los caseríos de la isla miraba a las ancianas
tejer asiduas a la hora del atardecer y a los viejos
hablar como sólo lo hace el rumor de las olas.
Oía pláticas de los ancianos (que me sonaban
pero no entendía) frente a puertas y ventanas
de pequeñas casas albas que fulguraban más
con la fulguración del sol. E imaginaba Ítaca.
Con dos barcelonesas en las noches
cenaba cordero y ensalada,
mal gustaba del vino de resina, y decía que sí,
con seguridad decía que al día siguiente
me embarcaría hacia Ítaca: me esperaba el barco
en el que iría a la isla que era el final de la navegación.
La isla donde pensaba llegar. La isla
donde siempre pensé llegar.
Pero al alba siguiente posponía el viaje
para el alba siguiente y al alba siguiente
para el otro día. Mientras tanto,
subía a diario las colinas, visitaba en el bus
precipitados pueblos, saludaba
de mañana a los recién llegados,
los despedía al partir, y miraba
de tarde desde la colina
la costa esmeralda y ligeramente sinuosa
de la isla de Ítaca.
Marco Antonio Campos (1949, México, DF, México)
Página recomendada: Coordinación Nacional de Literatura
Imagen: La convención
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