Marco Antonio Campos | El poeta ocasional

Marco Antonio Campos


Marco Antonio Campos







 Camino a Otavalo




                        A Xavier Oquendo y Gabriel Chávez Casazola


Casas en quebradas,

casas mordidas por la roña, casas de tejas sin color

¿Por qué en América Latina los árboles

parecen cuellos cortados en el piso?

¿Pero acaso seremos siempre un país sin país?

Dios migró de aquí hace mucho y se fue por

el camino de la niebla donde nadie vuelve

¿Para qué esperar al que estuvo lejos

y no quería volver a contemplar lo que hizo?

De Carapungo a Calderón

se alza una parroquia

para que el nómada y el solitario

recojan la hierba seca


Un momento, les digo:

la caída azul de una golondrina pequeñísima

es una herida en el paralelo cero


Tremolas y espejean

                                   las hojas de los árboles

con el aire y sol de junio


Cactus elevados, manchas de hierba,

piedra calcárea en las montañas,

arbustos ásperos que espinan


Se huele la quemadura del rastrojo


A veces la vida es tranquila como un punto y aparte

No sigas a Ibarra. ¿Para qué?

Desde lo alto Otavalo te parece

un cuadro en miniatura


Es tal la claridad del lago que

se reflejan intactas las casas en las aguas

La niebla, con pies blancos,

sube despacio

al cráter del volcán


Uno ignora, o apenas si percibe, que

la mayor parte de la vía la anduvo a ciegas


¿Pero cómo vine aquí?




Cefalonia








Era agosto. Era 1988.
Yo veía desde lejos, como si estuviera
en cubierta, la línea verde, la línea larga
verde y sinuosa de la isla de Ítaca.
Oía el silbido de las embarcaciones
a punto de partir.




Bajo el sol en fuego de las cuatro de la tarde
a diario subía la colina para contemplar Ítaca
y oía los versos de los líricos arcaicos en el murmullo
de plata de los olivos. E imaginaba Ítaca.




En los caseríos de la isla miraba a las ancianas
tejer asiduas a la hora del atardecer y a los viejos
hablar como sólo lo hace el rumor de las olas.
Oía pláticas de los ancianos (que me sonaban
pero no entendía) frente a puertas y ventanas
de pequeñas casas albas que fulguraban más
con la fulguración del sol. E imaginaba Ítaca.




Con dos barcelonesas en las noches
cenaba cordero y ensalada,
mal gustaba del vino de resina, y decía que sí,
con seguridad decía que al día siguiente
me embarcaría hacia Ítaca: me esperaba el barco
en el que iría a la isla que era el final de la navegación.
La isla donde pensaba llegar. La isla
donde siempre pensé llegar.
Pero al alba siguiente posponía el viaje
para el alba siguiente y al alba siguiente
para el otro día. Mientras tanto,
subía a diario las colinas, visitaba en el bus
precipitados pueblos, saludaba
de mañana a los recién llegados,
los despedía al partir, y miraba
de tarde desde la colina
la costa esmeralda y ligeramente sinuosa
de la isla de Ítaca. 




Marco Antonio Campos (1949, México, DF, México)

Página recomendada: Coordinación Nacional de Literatura

Imagen: La convención


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