Zelda Mishkovsky



En aquella noche




En aquella noche,
cuando me senté sola en el patio

silencioso
y miré las estrellas,
decidí de corazón,
casi hice un juramento:
dedicar cada tarde
un instante
un instante pequeño y único
a esta belleza que brilla.
Parece
que no hay cosa más fácil,
más sencilla que ésta;
a pesar de todo no he cumplido
mi promesa.
¿Por qué?
Ciertamente acabo de descubrir
que mi pensamiento se eleva hacia sus palacios,
a lo que ven mis ojos,
como aquel pájaro que porta en su pico
paja, plumas y estiércol para hacer el nido.
Ciertamente he descubierto ya que mi pensamiento
toma (si no tiene otra cosa)
incluso mis sufrimientos
para hacer de ellos torres.
Toma los sufrimientos
de mi vecina,
y el papel que revolotea en el patio
y los pasos del gato
y la mirada vacía del vendedor
y aquel verso que se agitaba entre las páginas del libro,
y todo esto me construye a mí,
sí, todo esto. Todo esto.
¿Por qué no he cumplido el juramento
que me hice?
Es cierto que me lo creí,
que si mirara un corto y único momento
a la altura del cielo estrellado
se elevaría mi pensamiento hacia el Palacio,
a la luz de los astros.
Es cierto que creí
que si mirara así
noche tras noche
se tornarían las estrellas
lentamente
en vecinos;
se tornarían las estrellas
en parientes;
se tornarían las estrellas
en mis niños.
¿Por qué no he cumplido
el juramento que me hice?
¿Acaso ya olvidé
cuánto envidiaba a los marinos,
a aquellos cuyas casas están a la orilla del océano?
Porque dije en mi precipitación:
—La brisa fresca del mar
penetra en sus vidas;
la brisa fresca del mar
penetra en sus pensamientos, el viento fresco
penetra en sus relaciones con sus vecinos
y en sus relaciones con los miembros de sus familias.
Centellea en su ojos
y juega con sus gestos—.
Porque dije en mi precipitación:
—Es la medida de sus actos,
es la medida del mar y su esplendor,
y no lo es de la vía humana,
y no lo es del callejón del hombre—.
Porque dije en mi precipitación:
—Ellos ven con sus propios ojos
la obra divina
y sienten su existencia
sin nuestras barreras
y sin nuestra ligereza—.
He llorado siempre
porque me encuentro enjaulada
entre los muros de la casa,
entre los muros de la calle,
entre los muros de la ciudad,
entre los muros
de los montes.
En aquella noche, cuando me senté a solas
en el patio silencioso,
descubrí de repente
que también mi casa está construida sobre la orilla,
que yo vivo en el borde de la luna
y de los astros,
al filo de los amaneceres y los ocasos.



ZELDA MISHKOVSKY (1914, Chernigov, Ucrania / 1984, Jerusalén, Israel)
Fuente: Facebook de Jonio González
Enlaces: http://e-spacio.uned.es/fez/eserv/bibliuned:Aldaba-1988-12-2010/Documento.pdf
Imagen: lubavitch.com


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