El desierto
A la memoria de Juan José Saer (1937-2005)
Nosotros, que nunca supimos de dónde éramos,
que de pronto despertamos
y estábamos allí,
junto a esa caravana de hombres oscuros
y callados,
cruzando ese desierto
al que ellos jamás nombraban con otra palabra;
a nosotros –digo mejor-
nos fue invadiendo
gradual
un presentimiento, una sospecha
que se abría paso
a medida que pasábamos de una fila de dunas a otra.
Nosotros seguiríamos avanzando,
atravesando el desierto y el tiempo,
entendiendo al final de nuestros días,
como ese hombre,
que la arena que dejábamos atrás
no volveríamos a verla,
no bajo esa forma palpable,
sino como una sensación,
cuando llegara la noche y el fuego.
Y todos los días de nuestra marcha,
como la arena,
se amontonarían en otro lugar
que no es ni el resto del camino,
ni el resto de los días que nos quedan por vivir;
una zona que nunca podremos precisar,
pero que siempre estará acechando alrededor
por las noches y ante el fuego.
Nosotros,
que de pronto aparecimos junto a esos hombres,
ahora seguimos el camino invisible sobre la arena,
y detrás nuestro
-y esto lo sabemos sin necesidad de que
nadie nos lo haya enseñado-,
detrás nuestro,
el viento mueve las dunas,
juega a cambiarlas de lugar,
para que el desierto sea siempre
el mismo.
De nada sirve el desconcierto al despertar.
El silencio de la habitación,
los asomos de luz en la persiana,
brotan en la conciencia
como señales de un lugar
al que se va llegando.
Kabawata
Amanece sin prisa
y te miro dormir.
Sobre tu espalda desnuda
dibujo caracteres con mis dedos,
los signos que aprendí cuando niño,
y que quedan, invisibles,
los trazos de un antiguo poema
sobre tu espalda desnuda.
Luego me duermo lentamente,
mientras escucho tu voz
recitando los versos
que dejé sobre tu espalda dormida.
DAMIÁN LAGOS FERNANDOY (1981, Temuco, Chile. Reside en Viedma, Provincia de Río Negro, Argentina)
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