La marea de la noche, otra vez
vendrá y se llevará todo, o casi todo.
Mientras tanto, debo pensar en mi red
como si fuera un pescador experto
el instante fugitivo.
Lo hago.
Apoyado contra la mesa del bar
espero a que él defina, una vez más
el golpe que dará la bola blanca
contra la bola rayada,
con ese efecto calculado – especie de rotación
y traslación, que determinará el impacto
de una esfera contra la otra,
del que yo tomo mis primeras lecciones.
Acerca el taco, afila
el ojo, el cuerpo apenas inclinado
hacia adelante, me dice cómo va a ser
el golpe, y el golpe se produce
efectivamente en la realidad:
seco, preciso.
Cada tanto, un bufido tenue
sale de sus labios. El bar se inclina. La muchacha
trae la cerveza y dos vasos.
Yo voy guardando todo, o casi todo
en la recámara de mi corazón.
El se sonríe, vuelve a inclinarse y a golpear.
Pasa un auto. Grazna un pájaro
en lo profundo de la noche.
Él se acerca
y llena hasta el borde
los vasos de cerveza. La espuma
es traicionera, dice. Y luego, más calmo:
Alguien llora por mí.
Después se acerca. Acerca su vaso
contra el mío, y delicadamente lo choca. La recámara
que lo ha guardado todo (o casi todo)
se cierra.
Él me mira y se sonríe, de tal forma
que todos sus enemigos
y todos mis enemigos
se ríen también con nosotros,
y deponiendo definitivamente su actitud
dan un paso atrás.
Luego, un poco atontados
por la alegría del alcohol y el amor
que él y yo nos tenemos
salimos a la noche, a la calle
desierta. Sin consultarnos nada,
de memoria. Caminamos
hasta el hotel que está a unas pocas cuadras
de ahí.
Él saca un cigarrillo, el último. Lo enciende,
lo fumamos a medias. No importa
si hace frío o si hace calor, muy juntos
caminamos toda la noche, como dos chicos solitarios
sobre la superficie de la luna.
No deberías irte y desaparecer así
No deberías irte y desaparecer así,
sin una despedida.
Qué importa
si nos caemos como dos borrachos
en el peor de los patetismos.
Yo quiero una despedida como la gente.
Necesito llorar a mares. Decir
primero que no entiendo nada de todo esto
y luego, ante la inminencia de la separación
aceptar que caiga otra vez
desde el cielo, ese rayo
esa cortina de agua
que no cesa, diciéndole a los cuatro vientos:
Dios mío, ya no nos veremos más.
Y llevarte después por la calle
en el pecho, en las mano (un poco transpiradas)
tironeando con fuerza una balsa pequeña
pero sumamente fatigosa y antigua
hasta el otro lado del río,
mientras una manada de cocodrilos
espera su puñadito de comida.
Soy un muchacho comprensivo.
Mi escena se desarrollaría en el interior
de un paisaje blindado
Y nadie, nunca, se daría cuenta de nada,
pero por favor: no desaparezcas de mi vida
como la otra noche.
Ya sé que somos aire, sueño, fantasmas
y que ningún ritual, por estúpido
o maravilloso que sea, podrá cambiar esto.
No importa, sólo quiero abrazarte por última vez
y luego atenerme a las consecuencias. O pensar
como lo haría cualquier otro
en esas circunstancias, en dormir o morir.
Sólo eso.
Y decido después, inclusive, en voz alta
como si estuviera por fin adentro
de una relampagueante tragedia isabelina.
Osvaldo Bossi (1963, Ciudadela, Provincia de Buenos Aires, Argentina)
De: " Ni la noche ni el frío", textosintrusos, 2012
Imagen: ciudadanos-web.com.ar
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