Pablo Armando Fernández






Pablo A. Fernández

Salterio y Lamentación (1953)



                                  1


I



Sea hecha tu voluntad,                                               como en el cielo,  así también en la tierra                                                        (Mt. 6-10)










Válgame confiar en la virtud de las espigas.
Sus canosos ejercicios también cumple
El invierno, y Doña Brunita , la mamá del esposo
           de mi hermana mayor,
vino desde las Islas.
El buen pan ha henchido su mesa y se han cantado
           Alabanzas.
Su casa se he recreado en la labor; y la yerbaluisa
Y el espliego abrazan la estatura del eucalipto.
Bueno, os digo que ni el adiós de su hijo,
Ni el otro, casi inmediato, del esposo, han detenido
           El verdor
De las aralias , ni que los crotos jueguen al disfraz.









II

                                             Danos hoy nuestro
                                                    pan cotidiano

Válgame saquear los bolsillos para dar
su moneda al ciego.









III

                                       Y perdónanos nuestras
                                                            deudas 


Válgame saber que Curazao no es sólo un nombre
en la calle donde el frutero vocifera si impaciencia;
donde una mujer mece su desesperación y
           un pequeñín gimotea
por la pelota que ha roto la vidriera del usurero.









IV

                                Y no nos metas en tentación 

Mamá dijo que cuidase del uniforme; también
dijo que cuidase de colocar los pies sobre el suelo.
Papá siempre dijo que cuidase de la verdad.









V.

                                              Más líbranos del mal 

Sobre el Pelati la mañana desnuda las voces
           de sus tripulantes,
y he sentido convulsionarse el mástil mayor
del Sun Ray, una angustia le roe el pulmón.









VI

                                            Porque tuyo es el reino 

Válgame ser amigo del libro que mi hermano
coloca debajo de la almohada, amigo de la mujer
           que dejó
Antigua por su casa que estuvo desvencijada.









VII

                                                           ... y el poder 

Válgame conservar los contornos de la silla
y la cama que alojaron mi infancia y aún cuidan
           del reposo
de la ancianidad de mis progenitores.
El yerro hace dibujos.









VIII

                                                   Y la gloria por todos
                                                         los siglos. Amén 



Las manecitas de los relojes de empeño

se han juntado










Aprendiendo a morir






Mientras duermen mi mujer y mis hijos
y la casa descansa del ajetreo familiar,
me levanto y reanimo los espacios tranquilos.
Hago como si ellos -mis hijos, mi mujer-
estuvieran despiertos, activos
en la propia gestión que les ocupa el día.
Voy insomne (o sonámbulo) llamándoles
hablándoles;
pero nadie responde, nadie me ve.
Llego hasta donde está la menor de mis niñas:
ella habla a sus muñecas, no repara en mi voz.
El varón entra, suelta su cartapacio de escolar,
de los bolsillos saca su botín:
las artimañas de un prestidigitador.
Quisiera compartir su arte y su tesoro,
quisiera ser con él. Sigue de largo:
no repara en mi gesto ni en mi voz.
¿A quien acudo? Mis otras hijas, ¿dónde están?
Ando por casa jugando a que me encuentren:
¡Aquí estoy!
Pero nadie responde, nadie me ve.
Mis hijas en sus mundos siguen otro compás.
¿Dónde se habrá metido mi mujer?
En la cocina la oigo; el agua corre,
huele a hojas de cilantro y de laurel.
Está de espaldas. Miro su melena,
su cuello joven: ella vivirá...
quiero acercármele pero no me atrevo.
-huele a guiso, a pastel recién horneado-
¿y si al volver los ojos no me ve?
Como un actor que olvida de repente
su papel en la escena,
desesperado grito:
¡Aquí estoy!
Pero nadie responde, nadie me ve.
Hasta que llegue el día y con su luz
termine mi ejercicio de aprender a morir.









Pablo Armando Fernández (1929, Central Delicias / 2021,  La Habana, Cuba)

De: cubaliteraria.cu

Imagen: cubarte.cult.cu


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