Regresando tarde a casa, ya entregado
a los favores de la hierba quemada y a las horas de trabajo,
volviendo entre la dispersa luz de una calle desierta,
hoy he sentido, y no sé por qué, algo que me arrastra
a escribir la historia de la pareja que duerme a cinco pasos
de mi cuarto: hombre y mujer que tiempo atrás
se dispusieron en medio de una gran cama, cercándomea los favores de la hierba quemada y a las horas de trabajo,
volviendo entre la dispersa luz de una calle desierta,
hoy he sentido, y no sé por qué, algo que me arrastra
a escribir la historia de la pareja que duerme a cinco pasos
de mi cuarto: hombre y mujer que tiempo atrás
con el rumor de sus cuerpos, siguiendo con los ojos
y con las manos el recorrido de un río blanco y caliente
por el que yo pasé, sigiloso entre ellos, orgulloso
como un muerto que a besarlos se niega.
Quizá sea hora de volver a sumergirme en ese río.
Quizá ha llegado, pienso, el momento de ser bueno,
de salir a la noche y liberar el corazón
del mismo modo en que la mano suelta al pájaro,
de apartar por fin de mi mente este humo prohibido
donde mi cuerpo agotado casi siempre se extravía.
Pero hoy, con mi definitiva desnudez entre los dedos,
sentado en el suelo, frente a la ventana, escribiendo
bajo una luna que no tiene ninguna intención de perdonarme,
prefiero contar la historia que comenzaba todos los domingos
cuando él la recogía en su auto, a las cuatro de la tarde,
en una esquina cercana a su casa, esperando verla llegar,
y ella aparecía con la sonrisa del acróbata que no le teme al cielo.
Sin embargo su alma temblaba tanto como el caballo
a punto de saltar a través del aro ardiendo.
Pero por ese entonces lo único que les importaba
era llegar a ese hotel barato cercano al aeropuerto.
Dentro del cuarto, una mesa de palo y un áspero lecho
eran testigos de sus ceremonias, sucio asunto de blancos.
Ella se desnudaba. Bajo el vuelo de los aviones.
Luego retorcía su cola de mono entre las piernas de mi padre.
Y su cuerpo como un libro que no se me ha permitido leer.
Y un par de horas después debían vestirse de nuevo y salir,
dejar el cuarto para alguna otra pareja que, como ellos,
hizo guardia esperando su turno en el frío de las afueras.
Volvieron a ese lugar un par de veces más, eso es seguro,
sucedieron cosas que he olvidado, que han preferido
no contarme, sino guardar para el tiempo de alabanza.
Pero ahora les digo que ese tiempo nunca llegará,
y es a este lejano lugar levantado para el reposo debido
que hace más de veinte años ustedes esperaron,
padre Jorge, madre Marisol,
donde he vuelto para que miren a su hijo nacido en un cuarto de hotel,
para que lo miren a los ojos y acepten juntos estas palabras,
manos pálidas que a través del aire nos trajeron compasión,
misericordia,
y otras cosas que aún no hemos entendido.
JOSÉ CARLOS YRIGOYEN (1976, Lima, Perú)
De: www.circulodepoesia.com
Imagen: elhablador.com
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