Sylvia Plath: vestida para la ceremonia, por Javier Galarza | El poeta ocasional

Sylvia Plath: vestida para la ceremonia, por Javier Galarza


«especie de milagro andante mi piel
destella como una pantalla de lámpara nazi»

La escena podría comenzar de esta manera: una niñita rubia adoradora del sol, que cree en la existencia de las sirenas, cuidando con ternura a una estrella de mar sin brazos. Pero toda biografía es falsa y parcial puesto que la vida misma tiene una inmensa carga de irrealidad. Vuelven algunas preguntas: ¿Hay olvido posible? ¿Hay perdón? ¿Solo la belleza nos redime del horror?

Sylvia Plath nació en Boston, Massachussets, el 27 de octubre de 1932 bajo el signo de Escorpio, fuerza rectora de Eros y Tanatos (sexualidad y muerte). Dos animales simbolizan el poder dual del poder de este signo: el escorpión (representación del mundo psíquico subterráneo, así como de la capacidad de herir o herirse) y el águila (símbolo místico de la trascendencia al mundo cotidiano: la resurrección). Crece cerca del mar junto a Warren, su hermano menor. Su madre, Aurelia Schober, era de origen austríaco, y su padre, Otto Plath, un entomólogo polaco. En 1940, cuando Sylvia tiene 8 años (edad en la que publica su primer poema en el Boston Sunday Herald, sobre grillos y luciérnagas), su padre muere de embolia pulmonar. Al día siguiente de su fallecimiento, su madre reúne a los dos hijos para darles la noticia.





«Nunca volveré a hablar con Dios»— dice la pequeña Sylvia. No superará esta pérdida. La imponente figura del ausente regresará por siempre en sus poemas.
(«Nunca podré reunirte íntegramente/ juntar las piezas, pegarlas, unirlas bien»— escribe en «El Coloso»). Años más tarde y en su hora más desesperada, dedica un poema a la figura de su padre en el que no sólo funde su imagen con la del esposo del que se acaba de separar, sino también la representación de las botas, el atropello, el patriarcado: la manifestación de todo autoritarismo. El poema se llama simplemente «Papi»:

«... No Dios sino una svástica
tan negra que tapaba el cielo
toda mujer adora a un fascista
la bota sobre la cara, el bruto
bruto corazón de alguien como tú...»

"... Papi, papi, bastardo. Estoy acabada
."

Pero hablábamos de 1941 y la niñita de trenzas, la señorita dientes de conejo, se dispone a ser perfecta.

«... No es un buen abrigo un atado de sombras. Vivo
en la imagen de cera de mí misma, un cuerpo
de muñeca...»

Como estudiante es brillante (con tal grado de obsesión y autoexigencia que un nueve podía representarle un frustración). Ya en la universidad gana una cantidad asombrosa de premios y menciones (esto será una constante en su vida y, años después de su muerte, también obtendrá el premio Pulitzer, cuando se editen sus poemas completos). Escribe artículos, relatos y poemas. Vive una gran cantidad de romances y sus diarios describen un conflicto clásico de los años '50. Siente que su vocación literaria y su fuerte personalidad entran en contradicción con el deseo de casarse y tener hijos.
En 1953, a los veinte años, es becada por la prestigiosa revista Mademoiselle y se traslada a trabajar una breve temporada a New York. Pero de vuelta a casa atraviesa una grave crisis, insomne y agotada. «¡Tu prisión no es tu cuarto! ¡Tu prisión eres tú!» escribe en su diario. Una mañana de julio su madre le descubre cortes en las piernas. Sylvia toma sus manos y grita: «—¡Oh, madre, el mundo es demasiado corrupto, deseo morir! ¡Hagámoslo juntas!». Bajo una deficiente supervisión psiquiátrica es sometida a electroshocks por primera vez. Una tarde de ese verano «plácido» (así lo describió, no sin su habitual ironía, en una carta a un amigo), vuelve de una de sus sesiones de shock. Entonces le deja una nota a su madre: «Salgo a dar un largo paseo». Se encierra en el sótano y toma tal cantidad de somníferos que permanece más de dos días encerrada allí. Se dice que el exceso de pastillas la salvó al obligarla a vomitar. Todos los vecinos de la zona se habían movilizado para buscarla. La encontraron herida, más muerta que viva. Hundida en la depresión más absoluta pasa dos días internada sin poder reaccionar. Vuelven los electroshocks. Escribe en una carta: «Lo que necesito es alguien que me ame, que esté conmigo cuando me despierto de noche gritando de horror y miedo a los corredores que llevan a la sala de shock, alguien que me consuele y me dé la seguridad que ningún psiquiatra logra darme».Ya recuperada, la estudiante brillante, alta, bella e inteligente, tiene algo más que agregar a su aura intrigante y misteriosa: un intento de suicidio. Les cuenta a sus compañeras de su miedo a «el dios azul de los voltios», las descargas que borran días, años, personas. Les dice «—Estar loca es horrible. Una sólo está preocupada por estar loca». Y les da una siniestra profecía: «—Si vuelvo a estar loca me mato».
«En mí vive un grito
Por la noche aletea
buscando con sus garras, un objeto de amor
me aterroriza el algo oscuro
que duerme en mi interior»





UN PAIS TAN LEJANO COMO LA SALUD
En 1955, sin discontinuar su tradición de premios, le es concedida una beca para ampliar sus estudios en Cambridge (Inglaterra). Se embarca hacia ese país de clima demasiado frío pero de incomparable tradición literaria. Un año después conoce a Ted Hughes.
Deslumbrada por ese intelectual prestigioso y atlético que parecía haber pasado por todas las aventuras posibles, se casan prontamente. Viven un romance de lecturas compartidas, aventura intelectual y pasión.
Pronto Sylvia está más ocupada en cambiar botones que en su carrera literaria (no poseer tiempo para escribir la fastidia profundamente). Aunque parezca mentira, hay parejas del mundo literario que cenan con ellos y no se enteran de que Sylvia «también» es escritora. Durante algún tiempo, quizás por obra de alguna de esas extrañas operaciones alquímicas que el amor suele ejercer, Sylvia consideró la obra poética de su marido mucho más importante que la suya y lo ayudó convirtiéndose en su «agente literario», al tiempo que llevaba la casa, estudiaba y escribía. El primero de abril de 1960 nace su hija Frieda. Este acontecimiento lógicamente movilizante, se suma a la publicación de su primer libro: «El Coloso y otros poemas». En 1961 se suceden la pérdida de un embarazo y una operación de apendicitis, situación descrita en el sobrecogedor poema «Tulipanes». Son años cruciales donde redacta su estupenda novela «La campana de cristal. »
Quizás el nacimiento de su hija, junto al embarazo perdido, nombró como nada la gloria y el abismo de su feminidad. Sus poemas empiezan alejarse de la cárcel técnica y la formalidad («la perfección es horrible: no puede tener hijos»). Su voz se mueve entonces hacia un lugar donde articular su intimidad, una exposición que la acerca a la desnudez.
El 17 de enero de 1962 nace Nick, su hijo varón. La rutina transcurre entre poemas y pañales hasta que un hecho altera la calma: Ted tiene una amante; Assia Wevill, amiga del matrimonio. Una tarde, Sylvia Plath, intercepta una llamada furtiva de «la rival». Al otro día, con su hijo Nick en brazos y la pequeña Frieda contemplando, hace una gigantesca hoguera con la nueva novela que estaba escribiendo (dedicada a su esposo), las cartas de amor y diferentes manuscritos. Es el momento, entre el fuego purificador y el humo que se eleva, en que una persona rompe con su pasado. Cuando la incertidumbre se abre ante el camino y todo es maravilloso y aterrador. Quizás la estudiante perfecta no había aprendido la lección más importante: no había aprendido a perder. Todo había fallado. Sólo le quedaban fuerzas para la gloria.




TODA MUJER AMA A UN FASCISTA Es fácil culpar a Hughes. Demasiado fácil. El hombre que destruyó los últimos diarios de Sylvia Plath con un argumento estremecedor: «El olvido es una condición imprescindible para la supervivencia. »El hombre cuya amante, Assia Wevill, se suicidó de la misma manera que Sylvia: metiendo la cabeza en el horno. Como si el horror no bastara con llegar tan sólo una vez en la vida, sino que retornara por siempre para multiplicar la tragedia, para recordarnos que aún no hemos transitado a fondo el camino del error.Es fácil culpar a Hughes. Demasiado fácil. El hombre que poco antes de morir, en 1998, dedicó un libro de poemas a la memoria de Sylvia (Birthday letters), hablándole como si ella nunca se hubiera ido. El libro, donde, rompiendo su silencio de años, le dice: «Volví a ver el mundo a través de tus ojos/ como volvería a verlo por los ojos de tus hijos./ A través de tus ojos era extraño. »(«... SOY YO. NO ES SUFICIENTE»). ATROCIDAD DE LOS CREPÚSCULOS.Separada de su marido se muda con sus hijos a Londres. Es el invierno más frío en años. La casa que habitan se encuentra en condiciones sumamente precarias. Está más pálida y pierde varios kilos.
Escribe en la madrugada con los dedos entumecidos. Como todo lo que brilla enfermo y muere dulcemente comienza a alumbrar sus mejores poemas.
Hace suya aquella máxima de Nietzche «escribir con sangre» o, yendo a un ejemplo más cercano, el credo pizarnikiano de «hacer el cuerpo del poema con el cuerpo». Es el momento de la redacción de «Ariel», su libro póstumo, donde al fin se alzará su voz, con ironía, con odio, con humor; donde grita de una vez por todas su mundo femenino herido para siempre. Está dada a su abismo, al intento desesperado de mantener en pie una felicidad que se le escurre, que no está, que nunca estuvo, la tensa calma que precede a las tormentas, el viento furioso del invierno a la entrada del espanto, donde su sueño de frágiles bordes toca a su fin y la soñada perfección o completud del cuerpo se alcanza en la instancia de la aniquilación.

Entonces, sólo entonces, caen las máscaras, todos y cada uno de los personajes o sujetos poéticos que le permitieron seguir viviendo: la nenita de Auschwitz, la imprecadora, la mística, la Marylin del intelecto, el maniquí de Munich, la señora Lázaro que ya se había encargado de decir «morir es un arte/ como cualquier otro/ yo lo hago excepcionalmente bien.»
Es un invierno demasiado frío. Todo le resulta difícil, hasta el más mínimo quehacer cotidiano le parece un obstáculo insalvable. Vestir a los niños para salir, cuidarlos, todo es una complicación. Su adorado sol cada vez se ve más lejos. Ha disuelto sus «enaguas de puta» y cantado a la «tristeza de lo que nace». Entonces ve a Dios. («Y una vez que uno ha visto a Dios ¿qué remedio hay?», se pregunta en uno de sus últimos poemas). Ya está situada fuera de este mundo y escribe desde ese lugar de no retorno. Es dueña de una revelación siniestra y helada. Se acerca el momento de la consumación. Está vestida para la ceremonia. Lo dice en su último poema:

«La mujer alcanzó la perfección.
Su cuerpo
muerto muestra la sonrisa de la realización;
la apariencia de una fatalidad griega
fluye por los pergaminos de su toga
sus pies
desnudos parecen decir:
hasta aquí hemos llegado, se acabó»

Luego de una noche insomne deja vasos de leche para sus hijos. Sella la puerta de la cocina. Abre la llave de gas. La encuentran pocas horas después con la cabeza sobre el horno.
Es el 11 de febrero de 1963. Pronto llegarán la fama, el comienzo de la leyenda, la inútil gloria de la posteridad, las banderas, la lluvia de los días, como si la muerte, la locura o el martirio tuvieran el poder de legitimar una obra o una vida. («¿Son así los rostros del amor, tan pálidos e irrecuperables?») ¿Habrá vidas o sólo fantasmas en este absurdo juego de espejos?
En el final, vuelven algunas preguntas. ¿Hay perdón? ¿Hay olvido posible? Quiero decir: ¿puede la breve luz de un poema redimirnos del horror?


UN POEMA DE SYLVIA PLATH

«Una madre atiende a su hijo a la luz de una vela: encuentra en él una belleza que si no va a bastar para guardarlo de los males del mundo, sí, por lo menos, la redime a ella de su parte en esos males.» (declaración de Silvya Plath a la BBC)

« ...no es tuyo ese miedo al que despiertas... »NICK Y EL CANDELABRO

Soy un minero. La luz arde azul.
Estalactitas de cera
Gotean y se hacen espesas, lágrimas


Un vientre terrenal
Exuda desde su mortal aburrimiento.
Negros aires de murciélago


Me envuelven, chales andrajosos,
Fríos homicidios.
Se pegan a mí como ciruelas.


Vieja cueva de carámbanos
De calcio, vieja cueva que hace ecos.
Hasta los tritones son blancos,


Esos mojigatos.
Y el pez, el pez-¡Cristo!
Son hojas de hielo,


Un vicio de cuchillos,
Una religión
De pirañas, tomando


Su primera comunión de los dedos de mi pie.
La vela
Traga y recupera su pequeña altura,


Y sus amarillos se arman de valor.
Oh, amor, ¿cómo llegaste hasta acá?
Oh, embrión


Recuerdas, hasta en sueños,
tu posición cruzada.
La sangre florece limpia


En vos, rubí.
El dolor
Al que despiertas no te pertenece.


Amor, amor,
Adorné nuestra cueva con rosas.
Con alfombras suaves


Lo último en detalles victorianos.
Dejá que las estrellas
Se desplomen en su oscura dirección,


Dejá que los átomos
De mercurio que te lisian caigan
Gota a gota en el terrible pozo,


Tu eres el sólido
En el que los espacios se apoyan, envidiosos.
Eres el bebé en el pesebre.


FRAGMENTOS DE DOS CARTAS DE SYLVIA PLATH A SU MADRE. Carta de Plath adolescente y universitaria
30 de septiembre, 1950
Querida mama:
...mi examen físico... consistió en envolverme en una sabana e ir pasando de una habitación a otra completamente desnuda. Me ha acostumbrado tanto a que me digan « quítate la sábana», que tengo que andar con cuidado para que no se me olvide ponerme la ropa. Mido 1,75 de altura, peso 61 kilos y mi postura es correcta aunque cuando me hicieron la foto, estaba tan preocupada de mantener las orejas y los talones en la misma vertical que no me acordé de enderezarme. Lo cual me valió el siguiente comentario: «Estas bien alineada pero permanente peligro de caerte de bruces»Mièrcoles 19 de enero de 1963, poco antes del suicidio y en plena redacción de sus mejores poemas:
«...¡Cuanto me gustaría poder vivir de lo que escribo!
Pero necesito tiempo. Creo que lo que me hace falta es que alguien me anime diciéndome que hasta ahora lo he hecho todo muy bien...» 


UNO DE LOS POEMAS DEDICADOS A SYLVIA PLATH POR TED HUGHES 


LA LECHUZA




Volví a ver mi mundo a través de tus ojos
como volvería a verlo por los ojos de tus hijos.
A través de tus ojos era extraño.
Los espinos comunes eran raros forasteros,
un misterio de fábulas y hechos raros.
Cualquier ser salvaje, con patas, en tus ojos
emergía como un signo de admiración,
cual si hubiera aparecido ante unos comensales
en el centro de la mesa. Los patos silvestres
eran artefactos venidos de algún mundo sobrenatural,
sus galanteos eran un film hipnagógico
desenrollado por el río. Imposible
comprender el placer de sus patas
en el agua gélida. Tú eras una cámara
registrando reflexiones para ti insondables.
Yo hice que mi mundo se desviviera por ti.
Tú lo acogiste por entero con una alegría incrédula,
como una madre recibe a su hijo
de manos de la partera. Tu frenesí me aturdía.
Despertaba mi infancia taciturna y extática
de quince años atrás. Mi obra maestra
advino aquella negra noche en el camino a Grantchester.
Sorbí el débil quejido gutural de un conejo
de mi nudillo mojado, junto a un matorral
donde había una lechuza leonada, inquisitiva.
De pronto, levantó vuelo desplegando las alas
sobre mi rostro, tomándome por un poste.

Ted Hughes


De: http://javiergalarzants.blogspot.com/2007/04/sylvia-plath-vestida-para-la-ceremonia.html

Imagen: citaenhawaii.wordpress
Enlaces: Poéticas

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