Diego Brando: El reino de los peces



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Hubo promesas de fin del mundo, 
pero ahora lo que existe es el silencio 
y un aire que gira como un huracán 
ante la idea de una posible ofrenda. 
¿Ofrenda? Sacrificio, inmolación, 
la pérdida de las extremidades 
con que construíamos castillos de arena, 
endebles como tierra y agua 
en pleno abatirse contra el fuego. 
¿Llegaste a ver el ocaso? 
¿Su tono azul en tus ojos de insecto? 
De esa manera va a girar la noche, 
como si nuestras familias afuera 
bailaran en un ritual de despedida; 
lo prometido, aseguran, se aproxima 
aunque de lejos solo se vea 
un estallido o una tormenta de nieve.



8




No fui hacia los hechos,
fueron ellos los que vinieron y destruyeron,
calmaron su hambre, famélicos
como el astro que al ocultarse
piensa ya en incendiar la tierra
al día siguiente. Y cuando enmudecí
olvidé cómo seguir, y desenterré
a los animales del patio para huir
con sus huesos al hombro. Busqué luego
lo interminable en la nervadura de una hoja,
en los insectos que se reproducían
invisibles como el hielo que me tapaba
por la noche, la capa del metal más hiriente.
Hasta que envejecí. Aún así, si
después de todo, me recuerdan,
seré siempre aquel que se deshacía
en la esquina de una habitación,
un grillo, la ansiedad, el exilio.



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Todas esas campanas que suenan
en la madrugada, como flores abriéndose
dentro de la selva, saben de alucinaciones.
Unos perros afuera, la maquinaria de un sistema
eléctrico de trenes, la humareda del basural,
nos llegan hasta aquí como moscas,
o bichos que cruzan el patio del suburbio
hasta enterrarse en los rincones.
Y un espacio siempre abierto para el milagro,
un tiempo que se agota en lo salvaje de una tierra
poblada de rarezas que se articulan hasta desaparecer



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Mi memoria hecha de fragmentos
de vos, de tierra arrojada sobre baldíos, tan
abandonados como una osamenta iluminada por la luna,
y el humo que esparce la calma cuando ya es
demasiado tarde pero aún así, todavía a tiempo.
Regresás pero retrocedés, un orificio en el presente,
una mantis que fagocita a otra, siempre en el pasado,
y un futuro que no promete nada de calma, salvo
bajo una idea de encierro y separación.
Todas tus flores apuntan hacia el cielo,
aunque las nubes prometan escarnio, soledad
de ala batiente, como de pájaro, como de hombre
odiado en secreto, por más que suene la melodía
en tu mente, en espera de una visita incómoda y real.



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Nadie se percate que convalece,
que tantea las paredes de la irrealidad y vuelve,
inmune, entregado al delirio como si no bastara, 
y hubiera que subirse abierto a la sed de una tierra
en medio de la sequía que lleva meses de encanto, 
a toda una basura a la que llamamos restos, 
mar de podredumbre. Y como si la realidad fuera
solo un cuarto oscuro, un par de cordones en las manos.



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Pienso en el final, mientras
el recuerdo de lo vivido se aquieta
en el cuerpo. Solía confundir las ideas
con las formas del mundo, canto inútil
y ridículo, un odio que nacía desde adentro
hasta perforar las aguas, un túnel directo
al infinito. Los balcones dan a la calle
y las personas circulan y enloquecen
por el ruido, todo devorado aquí por el viento,
autos hacia el norte, figuras en los techos.
Todo enrarecido, la sombra de un cuervo.





De: "El reino de los peces", Barnacle Libros, 2021
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